domingo, 6 de enero de 2008

Historia de una rasta involuntaria (ó Gertrudis La Bualoo)


Champú con fructosa de frutas, tratamiento para el brillo y crema para peinar que combate el cabello rebelde. Casi 6 meses sin cortar. A Gertrudis ya se le hacían unas trencitas divinas, y a cada comentario de que bonito cabello, la Little Gertru con su cara de comercial para champús contestaba:

-“Mi mamá sí que me lo cuida”

Unos toquecitos de mota, una tacha disuelta en caguama, Belle & Sebastián de fondo y Gertrudis atrapada en esa sonrisita que desde la cama le invitaba a quedarse sin calzones. Sobraron las películas y empanadas de frijoles puercos. Faltaron minutos. Acostada junto a El, de pronto reina de un país ya visitado pero jamás comprado, sus lenguas se sentaban a charlar cual viejas conocidas, y cada que las compuertas se abrían, Gertrudis y El Ninja Verde intercambiaban de chicles, como pasándose salivita encapsulada traída desde Tierra Santa. Los cuerpecitos pegados, como debe de ser cuando baja la temperatura, y con los ojos entrecerrados, parecía que se veían y se sonreían. Y nadie supo a que hora se desnudaron, por que tenía rato que el tiempo había muerto, yo vi escurrir por la ventana cerrada que todo lo oscurecía y de todo los aislaba, la sangre color mostaza del tiempo que moría. Y nadie supo quien estaba dentro de quien, por que igual el cielo estaba afuera como adentro. Y de repente, algo raro estaba en la cabeza de Gertrudis, y del asombro, Gertrudis Pacheco, para sorpresa de su estilista, se cagó de la risa: un chicle cual extranjero de un planeta lejano, se había muy bien acomodado en las greñas tan cuidadas de la Gertru, así tal cual, sin pedir permiso ni ningún tipo de asilo, y lo que mejor pudo hacer nuestra chica, fue recordar la última vez que acabó con un chicle en la cabeza, fue muy de niña y obvio, en otra situación. Y aún mejor que eso, prosiguió amarrándose de aquel cuerpo que sabrá dios (oh sí, las mayúsculas: Dios) si algún día volvería a dormir abrazada de El, como queriendo quedarse con todo ese olor, con cada sensación. Con pegamento en mano, comenzó a pegar en su álbum de recuerdos cada sensación, cómo quien pega calcomanías de una colección de una edición especial de animales salvajes.

Y sí Lázaro revivió, ¿el tiempo por qué no?, vía celular, entró y mandó al galán a su lejana casa y a Gertrudis a ver las películas olvidadas…cosa imposible de hacer. Ahora ella tenía un chicle en la cabeza, y a partir de entonces, las noches de la Pequeña Gertru se prolongarían pensando si quitarse el chicle o dejarlo crecer, que conquistara toda su cabeza entera, que no dejara rincón libre de sabor a uva, hacerse una rasta y así ir a trabajar, sólo ella sabía que no era un chicle lo que traía, era toda una historia de una noche en que durmió abrazada y abrazando, que fue y se dejó ser…hacer. Pero luego despertaba a media noche, queriendo arrancarse la goma de mascar, incierta, insegura de si el chicle quisiera cubrirla, e intentaba con hielo fresco, y pensaba en cortarse el mechón como mero instinto de supervivencia, cómo bien sabe Ud. querido lector, nuestra Gertru suele pensarse en ciertas situaciones, y tiempo después, al descubrirse igual que antes, sólo que con una experiencia más, se pone a llorar.

¿Quitarse el chicle de la cabeza o dejarlo vivir? He ahí la cuestión. Quizá la moraleja más conveniente para esta no fábula, sea que independientemente de si el chicle vive o muere, se cae solo o si acaba siendo el inicio de una rasta muy larga, Gertrudis Pacheco, no quería volver a masticar chicle para luego tirarlo.

P.D. Y para variar, Gertrudis Pacheco volvió a sacar el vestido de novia, pero luego lo volvió a guardar…no vaya a ser que El Ninja Verde se transforme en Pogüer Ranger…y salga huyendo

Por el patético-esclavo-escriba (cronista de una vida hecha bola en la cabeza)

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